Carta del 21 de octubre de hace muchos años

 Hasta hoy logré animarme a escribir toda la mescolanza en la que he estado bailando desde ayer. Yo sabía lo mal que iba a sentirme, yo sabía que el tiempo no es inextinguible como el dolor de tu ausencia. Yo sabía que me iban a terminar. Ya no siento que pueda escribir mi confesionario en las cartas, ya ni siquiera sé cómo debería sentirme con esta pérdida. A ti, lectore, te incomodo con lo que me ha hecho un ser triste durante los últimos días. Volvía a bailar tangos por el abismo con el humo del cigarrillo que se desenvolvía en nuevas enarmonías de mis pasados más desahuciados. Volví a preocupar a las luciérnagas que nos observaban charlar por las tardes cerca a tu casa y al lago de los patos que perfectamente podría ser un estanque para una película de asesinatos y tragedias. Mi yo consciente de lo que se viene sigue pasmado mientras deshoja los pétalos que solo viven en la memoria del tacto de mis manos. daniel está muy preocupado por saberse en el inicio de un gran dilema. de...

¡AY QUÉ DOLOR!

Advertencia... Todos mis cuentos siempre están incompletos. Procure usar su imaginación. 

"Cada noche que se acaba, cada fiesta que no para, cada vez que en tu mirada la vida, la vida se nos pasa. No soy el que manda flores, no soy el tipo de mil colores, pero, ¡oye! ¡oye! ¡oye! Yo soy tu soñador, yo soy tu ganador"  - La derecha. 


Ya era la tercera vez, qué vaina, que pena, "¡Ay qué dolor!". Dos veces acá y la última allá. Las dos primeras por descuido y la tercera por puro descaro. No quiero pensar en que le falté a aquello que 
jamás ha sabido faltarme, por eso, definitivamente no lo pienso. Hemos sabido, todos esos buenos muchachos y yo, vivir como se debe, vivir la música sin pretensiones. Supimos todos compartir la indescriptible confusión de creernos felices, y entonces, la música se parece mucho a esa sensación, que no es olvido, que es más parecida a la paz, algo así como vivir bien a pesar de todo, lo más cerca que quizás todos hemos estado de la sabiduría han sido nuestras noches eternas.



 Estábamos en la fila, un turno delante de nosotros antes de la anhelada ventanilla. Esperábamos comprar el pasaje hacia esa tierra donde deberíamos ser felices. Esperábamos con un pollo sofocado dentro de una bolsa de aluminio, con el sabor de la cerveza todavía en la boca, y la fuertura del vodka trepándose en la cabeza inmisericorde. Esperábamos unos más confundidos que otros, pero sin duda, todos sin saber qué hacer. Yo pensaba en la alegría de sentarnos al rededor de una mesa, y colorearla como de peligro, como de botella vacía, porque el vértigo siempre ha sido mucho mejor que la realidad. Un poco más, muy poco, solo un turno más. Quería creer que íbamos a estar allá a tiempo, a tiempo para ver tocar esa banda que es más que canciones rudimentarias o ruidosas. Esa banda que es mucho más de lo que puedo decir, que significa mucho más, porque casi siempre las palabras se escurren, y me quedo con frases derretidas en los instantes que más las necesito. Creo que ese incómodo atavío mío, es la verdadera razón por la cual siempre vuelvo a la palabra escrita como un niño mutilado, un niño que no se sabe de ninguna manera, que no se halla, un niño que actúa errático, o torpe, o violento, o estúpido. Alguien que está buscando apremiantemente una forma, algo, una manera, alguien que está buscando ser, pero simplemente no puede. ¿Por qué no nos movemos, por qué no avanzamos, por qué no estamos sentados rasgando el viento frío de esta tierra contradictoria para mí? La inconcordancia de esta doble vida se veía venir, sentía la inconveniencia molesta de estar en el lugar correcto, en el momento equivocado. La misma mierda. ¿Por qué todo este sinsentido? ¿Acaso la vida no es la misma para todos? Siempre el egoísmo es más de lo que las personas se atreven a decir, porque la vanidad es uno de esos pecados indescriptiblemente humanos.

Que si nos vamos esos manes se van a morir y nadie los va a volver a ver. Que esta puede ser la última oportunidad de estar allá, coreando las canciones de esos cincuentones agotados. La última oportunidad de atestiguar el ocaso de nuestros ídolos salvajes, rebeldes. La última oportunidad de pertenecer a una generación en decadencia de la que debimos hacer parte, pero no se pudo, no se pudo porque no somos hermanos de nuestros padres, porque somos los remordimientos y las ilusiones apagadas de esas personas, que no lo sabemos, pero también solían tener sueños. Pero no hay más buses, no hay como llegar ¿Cuánto tienen en los bolsillos? No hay suficiente, ni para ir, ni para completar lo incompleto. No alcanza para aliviarnos, no alcanza para calentarnos en esa ciudad falduda, fría, fantástica. ¿Esperar? ¿Y desperdiciar toda la efervescencia de nuestras cabezas? Pero ya me los he perdido dos veces. Que embarrada, mi banda de antes y de ahora, jugamos a buscarnos y no encontrarnos nunca, yo siempre buscando, pero buscando mal. Siempre buscando la salida, a este cuento que me rompe ¿Por qué vivo atado a un cuento que me rompe? Ya nada, nos fuimos, a donde no solo escuchemos la música, sino donde seamos la música. La calle olía a lo que queda después de la tarde, cuando todos los aromas de la gente, han sido barridos por el viento frío, y los olores empiezan a parecerse a los colores. Caminábamos y cinco pistolas eran nuestros sentidos, como nómadas alcoholizados, es decir, como gitanos, sin religión, sin dios, sin un solo astro que convenga nuestro destino.


Subíamos la cuesta en un taxi pequeño, que sorteaba el camino empedrado y austero. Habíamos dejado la ciudad, y la veíamos quedarse suspendida como en un brillo inmóvil, callada detrás de nosotros. Por mucho que mi casa esté más cerca, más lejos, no puedo olvidarte. Estábamos bebiendo un whisky barato que pasábamos de mano en mano y cantábamos canciones que en cualquier otro momento no podríamos cantar. Adelante, la anfitriona trataba de ilustrar al conductor sobre la relación correcta para subir la cuesta sin colgarse. Yo me reía y pasaba whisky, y a medida que nos acercábamos más, cada quien iba olvidando el lugar donde tenía que regresar. Ya en la cumbre, uno de los taxis echó señales de humo. Levantamos el capó y un vaho blanco se elevó como una nube artificial en ese cielo sin luz. Entonces supe que era cierto, que había que saber escalar esa pendiente, volví a reír y a pasar whisky. La anfitriona entró por una ventana escalando el balcón, y cuando abrió la puerta y estuvimos dentro ya no teníamos idea cual era el camino de vuelta.


Me estaba limpiando las lágrimas ¿Por qué siempre lloro cuando estoy acá? Es que, ella le pidió que la llevara al fin del mundo, él puso a su nombre todas las olas del mar, pero ahora se miraban como dos desconocidos, desde entonces y para siempre quedaron números rojos en la cuenta del olvido. La noche ya se había vuelto madrugada, y todos tuvieron hambre. Ninguno de nosotros se detuvo a pensar por un momento en lo que habría sido si hubiéramos encontrado pasajes, si la fila no se hubiese estancado faltando tan poco. Celebré en silencio todo lo ocurrido en la noche, estaba orgulloso de la forma en la que supimos desperdiciar esta última oportunidad, y en ese momento hubiera deseado haber desperdiciado todas mis últimas oportunidades así. Me enorgullece ser un salvaje que nunca va a olvidar. Me hace feliz ser un tipo con la memoria al sol y al viento, ser un tipo que no soporta sus propios recuerdos, un tipo que no puede lidiar con un solo instante a la vez. Me enorgullece llevarme mi propia basura al fondo del abismo, ser como un dócil valso flotando en lo más hondo del estigia, con la desolación de toda esperanza. Y disfrutar de todo a la vez. Querer seguir. Siempre querer seguir.


De repente la música cesó y todos empezaron a buscar un lugar cómodo. Afuera todavía dos personas estaban sentadas mirando la ciudad, que parecía una luciérnaga delirante y lejana. No parecía que estuvieran conversando, aunque quizás lo hacían. No parecía que estuvieran haciendo más que recordar, o fantasear, o las dos. No supe por qué, pero me sentí triste, no por ellos, más bien con ellos. A lo mejor descubrieron que los besos no sabían a nada, que ya no saben a nada, y se contagiaron de esa epidemia de tristeza que enferma a la gente que se serena y piensa, piensan de más. Puede ser que otra vez estén calculando lo que perdieron, sintiéndose canallas, midiendo alguna distancia que resulta ser impensable. Pero así es la vida, es mejor vivirla que entenderla. Poco a poco, uno por uno, todos se fueron quedando dormidos, como muriendo y alistándose para resucitar, excepto los dos que seguían afuera y después de un rato largo decidieron irse. No sé ellos pero a mí me hace feliz amanecer en lugares que no recuerdo, con personas que han sabido cuidar de mi mejor que mi propia madre. Me alegra despertar con el dolor del espíritu en el fondo de la cabeza, harto de licor, y apaciguarlo con más de lo mismo. Me gusta ser un hereje y un sacrílega, me encanta cagarme en dios cuando los días son amargos porque simplemente me cansé de su lírica inerme,  porque la vida no son sermones bien pensados, sino que es algo infinitamente más indescriptible, pero de todos modos recaer en la contrariedad de rezar a oscuras cuando toda la mierda llueve junta en una noche.


Que pesar, puedo decir, ahora con orgullo, que es la tercera vez que dejé de verlos. Pero ahora que ya amaneció y el sol a salido para todos tan pronto, ahora que me doy cuenta de que no puedo darme a mí mismo la espalda, me alegra estar acá y no allá, o en cualquier otro lugar. Me alegra en lo profundo del corazón ser quién amanece con la purga sobre la mesa, me alegra ser todos sin querer. Me alegra, porque cubro todos sus fracasos adolescentes, con mi melancolía incierta. Me hace feliz verlos a todos juntos, paulatinamente irreconocibles, cada vez más como desconocidos, pero todavía juntos. Me alegra pensar en ellos cuando repaso los sucesos más célebres de mi vida, pensarlos cuando escucho una canción, darme cuenta de que son ineludibles, de que son importantes. Me consuela mucho saber que si los busco, siempre los voy a encontrar, que el remedio no existe, no hay. Que nos olvidamos juntos de esta y las demás ciudades, y que otro día, siempre habrá un día, nos hemos de hablar. 


Nota para Mario que nunca va a leer esta mierda: Falte por tercera vez a su concierto, a nuestro encuentro tantas veces soñado por mí. Pero en mi defensa debo decir que no fue mi culpa esta vez, que esta vez no me olvidé, que en esta ocasión fue la falla de San Andrés. Saludos. 

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