29, de Abril de 2017
Querida Julia:
Te escribo moribundo, dentro de estas cuatro paredes que se van cayendo con cada letra de mis palabras, y la puerta que llaman ya. Lamento tanto tener que despedirme así, de esta manera, como lo hacía cuando cobardemente evadía tus miradas al compartirte una idea simple, de esas que pensábamos al pasear por el parque. Y tú pensarás: “Pero Fernando, yo siempre te advertí de que tuvieses cuidado con lo que era demasiado brillante para ver.”, y si, querida Julia, tenías razón. No tuve cuidado, al ver en su más impío estado la mayor obra de arte que pueda existir, la casualidad. La miré desnuda, sin su manto puesto por Diana ni por Venus, a los ojos y a sus senos, la miré y degusté su magia en mis labios. No tuve cuidado, no tuvo cuidado Ovidio y ahora estamos pagando el mismo exilio lejos de nuestro hogar, de nuestro honor y de tu querer, Julia. Estar tan lejos, aquí donde el frío es tan pacífico y acogedor, donde meter las manos a la lluvia es un acto de amor hacia ti mismo e ir a caminar por las playas el mayor de los actos heróicos. Pero de cierta forma disfruto estar aquí, tan cerca de tu lejanía. Y te debo confesar, desde hace mucho que he sentido miedo de verte, como aquel que obra bien por evitar a Ishtar con su sensual y demoníaca figura. He sentido miedo de verme en ti, de ver cómo has logrado que cada centímetro de mi se expanda como una alfombra de nieve sobre el mar.
¿Cuál era tu rostro, querida Julia? ¿Acaso me importaba siquiera saberlo? ¿Quién eras tú en realidad? Mis amigos están muriendo a sangre lenta, mis esperanzas reposan en lo que marque el número de la carta y mis anhelos cada vez crecen más rápido hacia la muerte. No te importaba tanto de lo que yo siempre acontecía con las velas sobre la ventana. “Hoy la lluvia cae despacio, deberías apreciar la existencia que se aferra a morir en esta tarde.”, no lo intenté más. Eran crudas tardes de abril, cuando llovía y no llovía por las tardes. Luego de tanta miseria de sentirme por fin parte de algo, de una gran forma , sin forma, que parecía ser mi destino final. Aún aquí, como de costumbre y en todo lado, te escucho entre líneas. Te veo entre sombras y te anhelo cada vez que me sangra la mejilla al afeitarme. ¿Cómo sabría yo si en realidad el universo es el que cae tibio sobre una piedra, y no tú, tú y tu maldita costumbre de mirarme desde el cielo? ¿Acaso no soy yo quien se arrodilla de fondo hacia la inmensidad del océano, creyendo que este mismo es a mi a quien desea?
Las ansias crecen, crecen y no paran de ceder al tiempo. Hace años que no tengo noticias tuyas y no sé siquiera si estás aún con vida. Sigo, como siempre, escribiéndote cartas diariamente, como mi diario personal, mis cartas de batalla. Tengo la certeza que si aún caminas por estas tierras, has cambiado tanto, tanto y de forma tan maravillosa que probablemente sienta asco al verte. ¿No te lo he dicho ya? La belleza es degustable, pero el exceso no, como sé que serías tú. Y lamento, de nuevo, no haber podido presenciar siquiera un poco de esa hermosa eterna evolución.
Nunca tuve valentía suficiente, sabes bien que carezco de cualquier don de humanos, aparte de visualizar con detalle la magia de las cosas. Mentí la primera vez, y de ahí en adelante no lo dejé de hacer. Le mentía a todos, en cualquier lugar. No podía sacar tu estaca de mis ojos, no podía calmar mi insaciable necesidad de culparte por todas mis desgracias, mis inseguridades y mis desventuras amorosas. Soy una persona más bien poco mal parecida, tampoco de facciones precisas ni mucho menos de cualidades envidiables, pero poseo la inigualable cualidad de marcar a la gente con el fuego de un tabaco encendido. ¿Acaso es posible redefinir a una persona? lo he hecho muchas veces. Manipulo los hilos de las incautas para que bailen como yo quiero y en el lugar que más deseo. Despacio y con sensibilidad, logro reunificar a la persona en sí misma a través de sueños elásticos y profecías. Bailan al compás de mis latidos, querida Julia, pero a ti nunca te encontré la solución, eras incansable, insufrible e insoportable. No parabas de golpear mi puerta en la madrugada con tus uñas de cristal, rasgando lentamente la madera. Nunca dejaste de borrarme las líneas que apenas acababa de dibujar, ¿y por qué? porque tú no eres, simplemente no eres.
Me gusta pasear por el parque mientras observo a los perros corriendo ávidamente, ¿no es envidiable tal cualidad? tener una determinación incomprensible por fenómenos tan simples, como correr a buscar el objeto del amo o simplemente responder a sus movimientos alegres. De las pocas cosas que envidio de la vida es sus expresiones más simples y fugaces, como esta. El hombre es un animal que tiende a ser alegre a pesar de esta deficiencia de avidez. Es capaz de sobreponer su visión metodológica y verificacionista a sus más que profundos deseos sobre las cosas banales. ¿Acaso alguna vez un hombre no ha tenido el deseo ilógico de acercarse a la muerte o acariciar lo más repugnante?
Salí hoy de mi casa a las 3 p.m, la lluvia era pálida y ligera aunque el sol se asomaba tímidamente por las lejanías de la cordillera sur. Me dirigía una vez más, al inicio de mi cotidianidad: las copas. ¿Por qué estará tan humillado el pobre ebrio? ¿Acaso sus penas son tan incoherentes? Hay que diferenciar entre las penas del cuerpo y las penas que se salen del cuerpo. Las penas cotidianas se refieren a aquellas que involucran la cotidianidad misma. Pero hay penas que evidentemente no pueden soportar la levedad del cuerpo, que no caben dentro de este mismo y deciden volar y vigilar al sujeto como el ave encima del cadalso. Estas desdichas provocan que el mismo sujeto no encuentre remedio en sí ni en cualquier acción posible, y por eso recurre a las veladas y los mantos. Ese perro que tienes tú, gris y pasivo, es una de mis mayores penas. ¿Cómo no iba a serlo, querida Julia? si yo siempre he querido ser guardián de tu morada, pero no para protegerte, no, sino para acercarme a tu pudor.
-¿Qué quieres de mi?
-Nada, pero quiero que me des todo.
-Te doy todo y ya nada más tengo. Te entregué mi guitarra, con la que empecé a tocar cuando era apenas un niño de 12 años y soñaba algún día estar en una tarima recibiendo halagos y gritos. Te entregué mi libreta, donde soñaba y soñaba contigo y con mis malditas ganas de ser escritor, que tú pronto mataste. Te entregué mis libros, todos y cada uno de ellos porque de todas maneras eran tuyos. ¿Qué más quieres de mi?
-Quiero que tengas el valor de enfrentarme.
-No me pidas tanto. ¿Recuerdas cuando yo solía salir a montar en bicicleta, que tú me decías que no me quedaba vitalidad ni para pedalear el camino hasta el bar? Sabes cómo soy y aún así te rehúsas a aceptarlo. Nunca te pedí un beso, nunca te pedí un abrazo ni mucho menos que me amaras. Solamente quería que entendieras por qué estábamos los dos condenados a odiarnos.
-No seas descarado. Nunca tuviste el valor de mirarme firmemente a los ojos. Nunca tuviste el valor de mantener la cordura cuando te sonreía y jamás, óyeme, jamás me dijiste a los ojos que yo era a quien querías.
-Tienes que entenderlo, estabas siempre tan lejos y tan dentro de mí al mismo momento. Cada vez que encendía los cigarrillos que me daba Raúl, por cortesía, por salvarme o quizá simplemente por condenarnos los dos, te sentía acercarte… tímidamente. Cada 30 días tenía una cita contigo, tenía el compromiso de sentarme frente a ti y teníamos que jugar póker. Tú revolvías las cartas, con tu pálida mano blanca movías los extremos de plástico con tanta facilidad que parecía que las cartas eran bailarinas desgarrándose por el Grand Guignol. Te ganaba siempre las partidas, eres realmente mala siendo concreta con nosotros, los que necesitamos de ti, que ya sabrás, somos muchos y muchas.
-Si que eres idiota. Idiota, eso es lo que eres. Eres un idiota. Un idiota. Un idiota eres.
-Siempre lo supimos los dos.
-¿Los dos?
-Si, los dos.
-Yo lo sabía, siempre lo supe. Tú no, tú eres un completo idiota.
-Lo sé.
-No, no lo sabes.
-Si lo sé.
-¡No, no sabes nada! Maldito arrogante, ¿cómo puedes ser tan descarado de decirme que me has entregado todo? Te veo aún aferrado a las letras, a la vida y al maldito amor. ¡Olvida ya el amor! ¿No te das cuenta lo irreal que es? No existe tal cosa. No existe. No puede existir. Y no existirá jamás. Nunca.
-¿No te he dicho ya, que yo te amo?
-Si. Si me lo has dicho. Tantas veces que ni sé si en verdad me lo dijiste alguna vez. Eres un dolor de cabeza, si, definitivamente eso eres, aparte de un idiota y un maldito mediocre eres un dolor de cabeza. ¿Amar? patético. Te regalé la vida, justo cuando estabas a punto de ceder ante mi, ¿y desperdicias tu vida diciendo amar? Ya no sé ni qué hacer contigo. Has venido otra vez aquí, luego del poco tiempo que te dí anhelo y ya estás otra vez con lo mismo. ¡Entiendelo! ¡No quiero volverte a ver! ¡Vive, vive maldita sea! No sabes lo mucho que he tenido que sufrir para que sigas con vida.
-Te lo he pedido enormemente, cada mes, cada que puedo venir a buscar tu casa entre los árboles y te veo desnuda ante el universo. No quiero seguir caminando a tu lado esperando que te voltees y me mates de una vez. ¿No es difícil sabes? Quiero ser y no vivir. Vivir no tiene gracia alguna. Tú me das vida, sí, pero la vida que me das es simplemente un eterno porvenir llevando este cuerpo tan malgastado. Yo no quiero vivir, yo quiero ser. Quiero ser. Quiero desprenderme de esta fealdad y por fin verte con la cara que tiene el niño que nunca quiso crecer, y que siempre te estuvo esperando durmiendo, durmiendo y soñando con una madre que iba a regresar pero nunca lo hizo.
-¿Ser?
-Ser.
-¿Quieres ser?
-Quiero ser.
-Hazlo.
-Regálame el don de ser.
-¿Cómo quieres que haga eso?
-Déjame mirar tus ojos una vez más.
PD:
Lamento tener que escribirte para no desnudarle mi alma al diablo.
Lamento el amor que le tengo a la casualidad que me llevó a ti.
Lamento, sobre todo, el hecho de que jamás leerás esta carta.
Fernando.
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