Carta del 21 de octubre de hace muchos años

 Hasta hoy logré animarme a escribir toda la mescolanza en la que he estado bailando desde ayer. Yo sabía lo mal que iba a sentirme, yo sabía que el tiempo no es inextinguible como el dolor de tu ausencia. Yo sabía que me iban a terminar. Ya no siento que pueda escribir mi confesionario en las cartas, ya ni siquiera sé cómo debería sentirme con esta pérdida. A ti, lectore, te incomodo con lo que me ha hecho un ser triste durante los últimos días. Volvía a bailar tangos por el abismo con el humo del cigarrillo que se desenvolvía en nuevas enarmonías de mis pasados más desahuciados. Volví a preocupar a las luciérnagas que nos observaban charlar por las tardes cerca a tu casa y al lago de los patos que perfectamente podría ser un estanque para una película de asesinatos y tragedias. Mi yo consciente de lo que se viene sigue pasmado mientras deshoja los pétalos que solo viven en la memoria del tacto de mis manos. daniel está muy preocupado por saberse en el inicio de un gran dilema. de...

CRÓNICA DE UNA BÚSQUEDA ANUNCIADA: TUNDAMA Y LA CONQUISTA (Primera parte)

A Duitama, mi ciudad: 
lugar a partir del cual mido el mundo, 
caparazón único sin el cual no soy más 
que una estela de baba.

Las sociedades, como los individuos amnésicos, están enfermas de haber olvidado su pasado… Algunas sociedades fabrican artificialmente ese pasado, estas desviaciones ayudan a vivir el presente sin ayudar a equilibrar el futuro; la enfermedad de la identidad cultural perdura.
Virgilio Becerra, Resistencia indígena: el cacique Tundama y la conquista española

Hay que evitar la introspección, les recomiendo a mis jóvenes alumnos, y les enseño lo que he denominado “la mirada histórica”. Somos una hoja que boya en ese río y hay que saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado. 
Ricardo Piglia, Respiración artificial

¿Y qué es la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?
Álvaro Cepeda Samudio, Los cuentos de Juana


1.
Si ha habido algún momento en que la historia nacional ha caído sobre mí como una obligación, es éste. Todo comenzó hace un mes. Terminaba de hacer algunas vueltas en el centro y debía ir a casa de mis abuelos a devolverles los recibos que me habían encomendado pagar. Mientras caminaba por la avenida de San José, de la ciudad de Duitama, a eso de las cuatro de la tarde, y viendo un interminable desfile de niños recién salidos del colegio –con sus uniformes multicolores, sus maletas y su enorme dicha por volver a casa a ver televisión, jugar videojuegos o comentar por Facebook con sus amigos lo que no supieron comentarse durante el día–, pensaba en la recién vista estatua del cacique Tundama que adorna a la glorieta: corroída por el óxido y el olvido, esa pieza metálica de errores históricos se erige en el centro de la circunferencia; su presencia allí parece ser la muestra de un pasado que cíclicamente interrumpe el veloz paso del tiempo. A pesar de no representar para nosotros más que un adorno de un pasado ajeno, nos recuerda también la necesidad de evaluar este mundo contemporáneo que está construido sobre la sensación de un interminable presente. Es un poco de memoria en esta línea de olvidos. 

De camino a la casa de mis abuelos, intenté imaginar estas tierras sin los edificios, sin las casas, sin el pavimento y sin la gente. Intenté desechar del paisaje de mi mente la clínica donde nací, el colegio donde estudié toda mi vida, las calles por las que anduve una y otra vez, el barrio donde crecí, la casa y las personas junto a las que me crié. Mientras entraba, y llegando ya a la sala, me di cuenta de lo imposible de mi empresa: estaba intentando olvidarme de mí mismo. Saludé a mi abuelo y le pregunté si sabía algo sobre la ciudad antes de la llegada de los españoles. Cerró el libro que tenía en sus manos y lo puso a un lado, se quitó las gafas y me dijo: 
-Mijito, yo no nací aquí. Pero eso sí le puedo decir que cuando llegué a esta ciudad no era ni tan ciudad, solo estaba la plaza, la iglesia, los edificios administrativos, el molino, Bavaria y unas cuantas cuadras de casas. Todo lo demás era tierra. 
-¿Había indígenas?, le pregunté. 
-Eso ya se habían acabado hace rato. 
-¿Entonces sumercé no sabe nada del cacique Tundama?, le pregunté de nuevo. 
-Lo único es que fue muy guerrero. Cuando llegué a Duitama, muchas veces mi temperamento santandereano fue calmado con la repetida historia –a modo de advertencia– de la fiera resistencia del cacique contra los españoles. Alguna vez, incluso, escuché que la provincia del Tundama fue la última en ser conquistada. Pero vaya uno a saber si es verdad o no. 

Luego de esta rápida charla, y de no poder sacar de mi mente la imagen de la estatua, me despedí de él y de mi abuela. Antes de salir, cuando me acerqué a abrazarlo, miré el título del libro que había puesto a un lado. Era la biblia. Realmente, en todos mis años de vida, no recuerdo ningún otro libro que haya estado entre sus manos. Me senté a esperar el bus en la portería de aquel conjunto donde había vivido la mitad de mi vida: Ciudad Betel, la ciudad de la casa Dios. Mientras esperaba, recordaba la historia de esta pequeña ciudad –alojadora de la divinidad- en medio de las tierras paganas de Tundama. Era curioso pensar que la casa de Dios estuviera entre las tierras de Tundama, y que Tundama, a su vez, estuviera en medio de la avenida de San José. Era como pensar en nosotros mismos, en la amalgama de nuestra identidad. 

Cansado de esperar el bus, y en parte agobiado por recuerdos de infancia, decidí irme caminando para mi casa, al fin y al cabo Duitama es una ciudad que permite ser caminada. Mientras comenzaba el trayecto, decidí también tomar el camino largo para poder ver de nuevo la estatua antes de que oscureciera: 


Al llegar, crucé rápidamente la calle y me paré en el borde de la glorieta para poder observarla mejor. A pesar de que me acerqué lo mejor posible, no pude notar de qué material está hecha. Aunque esto también puede explicarse por mi escaso conocimiento sobre la escultura y las artes plásticas. En todo caso, en la estatua vemos a un indio no muy robusto, con un taparrabos que le cubre la parte genital, con una larga cabellera y unas plumas que adornan su cabeza casi que a manera de corona, apuntando al cielo con un arco y una flecha. 

¿Cuántas veces había pasado por allí y la estatua no había generado nada en mí? Tal vez miles: cada día, durante unos doce años, pasaba al menos cuatro veces por allí en el bus para el colegio. ¿Por qué entonces aquel día sí lo hizo? Al llegar a mi casa busqué algo de información en internet, y lo que encontré fue realmente poco: Wikipedia, un par de notas periodísticas y un pobre cortometraje animado. Luego de una hora de escasa información, la decisión estaba tomada: al día siguiente iría a la biblioteca de Culturama, el instituto de cultura de la ciudad. Seguramente allí habría más información. 

Antes de dormir caí en la cuenta de que no le entregué los recibos a mis abuelos. “Ya habrá tiempo mañana”, pensé, pero ni siquiera hasta el día de hoy se los he entregado. Mientras esperaba a caer dormido, por mi mente seguía rondando la misma pregunta: ¿por qué ahora?... Y aún me lo pregunto. Tal vez mi memoria nunca se había detenido en aquella estatua sucia de la glorieta, simplemente había pasado a su lado como un carro veloz que con cada metro que avanza se reafirma como parte de un interminable presente, que no se reconoce ni en un pasado ni mucho menos en un futuro. Tal vez en esos días iba distraído en el bus mientras pasaba a su lado, escuchando música, o repasando la tabla periódica en mi mente una y otra vez para no olvidarla durante ese trayecto de quince minutos, o esperando ansioso por llegar a clase de Historia y aprender. Sin lugar a dudas, aprender, olvidar y recordar, son cosas que ya no significan lo mismo para mí. 

“He pasado mi vida con la cara en el asfalto”, pensé, “y ahora, tal como el alba para Gaitán Durán, esta imagen me cae entre las manos como una naranja roja”. Lo que más me atormentaba era pensar que esa estatua, ese cacique, esa ciudad, esas gentes tan diferentes, no hacían parte de la magna historia nacional, que todo eso que nos parece tan extraño y tan ajeno es lo que comunica todas las vías de nuestra historia, es a través de ello que se forja nuestra identidad. 

2. 
“Al que madruga, Dios lo ayuda”, fue lo que me dijo mi mamá entonces, luego de comentarle, durante el desayuno, mis pretensiones para el día que recién empezaba. Terminado este, salimos juntos hacia el centro de la ciudad, ella hacia su trabajo y yo hacia Culturama. Nos despedimos en una de las esquinas del parque de Los Libertadores –o “los libertos”, como muy cariñosamente le decimos a la plaza central–, y mientras ella caminaba hacia su oficina, yo pasaba frente a la estatua de Simón Bolívar: solemne, y también un poco descuidada, vemos al libertador sosteniendo la capa que adorna su tronco con su mano derecha (sugestivamente cerca del corazón) y su mirada fija hacia el frente, con los ojos bien abiertos, con la mirada de un hombre que puede reconocer su presencia en el porvenir. 


Mientras pasaba frente ella, recordé que alguna vez en las épocas del colegio alguien me mostró que al pararse en un punto exacto de la plaza, viendo de perfil la estatua, el dedo índice de su mano izquierda llegaba a parecer el pene flácido del libertador. Esta infamia contra la integridad del prócer fue rápidamente difundida y así mismo rápidamente solucionada. Recuerdo que a los pocos días, que tremendamente emocionado quise mostrárselo a mis amigos, me encontré con una decepcionante mano izquierda modificada, que le devolvía a la figura su recta y pulcra identidad. Fue una gran pérdida, no todos los días se tiene la oportunidad de verle el pene a un prócer de la independencia. Entonces, mientras seguía mi trayecto, pensé que no había gran diferencia entre el Simón Bolívar asexuado y glorioso de la plaza con el Simón Bolívar atormentado y decadente de García Márquez y Álvaro Mutis: ninguno de los tres es un retrato, por el contrario todos son un relato. 

Al llegar a Culturama, noté con vergüenza que por el pasillo que da a la biblioteca había un busto del cacique: “el indomable cacique Tundama”, rezaba una línea al pie de la escultura. Además de la vergüenza por no haber notado nunca la presencia de este busto, presentí que de algún modo podría ser una señal, como una miga de pan dejada en el camino de la memoria. Mientras me acercaba al puesto del bibliotecario para pedirle ayuda, recordé que no había pensado bien qué le diría, que me había perdido completamente en las divagaciones sobre Bolívar, así que, muy torpemente y en voz baja, le dije: 
-Buenos días. ¿Habrá algo por aquí que me pueda ayudar con información del cacique Tundama? 
-¿Qué tipo de información?, me respondió. 
-No lo sé, cualquiera… histórica, crítica, anecdótica, lo que haya. 
Se levantó y se fue caminando hacia el ala izquierda de la biblioteca, y mientras avanzábamos por los estantes, se volteó y me dijo “si quiere historia lo mejor son las crónicas y si quiere un estudio crítico hay un libro de un antropólogo”. Puso una gran torre de libros sobre mis brazos y me señaló una silla para sentarme. Puse los libros sobre la mesa y comencé por mirar los nombres: Historia general y natural de las Indias de Fernández de Oviedo, la Recopilación historial de Aguado, las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, las Noticias historiales de las conquistas de tierra firme de Fray Pedro Simón, la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada de Fernández de Piedrahita, El carnero de Rodríguez Freyle y un libro titulado Resistencia indígena: el cacique Tundama y la conquista española de José Virgilio Becerra. 

Inmediatamente abrumado por la extensa tarea que implicaba revisar cada uno de esos libros, decidí que lo mejor sería revisar uno por día –o los días que fuesen necesarios–, tomar notas y luego agrupar la información. Llegaría todos los días a los pocos minutos de apertura, tal como aquel primer día, tomaría un descanso para almorzar, luego continuaría la jornada hasta que la biblioteca cerrara y finalizaría el día con un poco de descanso y reflexión en casa. 

Ese primer día comencé con El carnero. El entusiasmo que sentí tras encontrar en las primeras páginas una mención al encuentro entre Tundama y Jiménez de Quesada, se vio reemplazado más tarde al notar, luego de cientos de páginas, que del cacique no se diría nada más que: “el capitán Baltasar Maldonado era persona principal y caballero, fue alcalde mayor de este Reino; fue a poblar a Sierras Nevadas con doscientos hombres, y libró al Adelantado de Quesada de la muerte en Duitama, en el pantano, donde los indios lo tenían muy apretado dándole mucha guerra, defendiéndole y sacándole de aquel gran peligro. Fue suyo Duitama; casó con doña Leonor de Carvajal, natural de Ubeda, hija de…” Duitama, mi ciudad, era apenas una mención en la biografía de un hombre. Así mismo, Tundama es una estatua olvidada en una glorieta, y yo soy una hoja caída que ignora el árbol del que proviene, una hoja que naufraga en el río de la historia sin saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado.

Ese día antes de salir, le hablé de mis planes al bibliotecario, y le pedí que me guardara todos esos libros por lo menos durante toda la semana. Con amabilidad y sospecha aceptó. Mientras desandaba el camino que en la mañana había seguido, pensaba en la mirada histórica que refería el tío de Renzi en la novela de Piglia: “ahora mismo, debo remontar la corriente de este río por el que he flotado”, pensé entonces. 

Al llegar a mi casa, compartí mi día con mi mamá. Mientras comíamos, le comenté mis planes para el resto de la semana, mis pensamientos aleatorios sobre Simón Bolívar, le comenté sobre los duros garbanzos que tuve que pasar con abundante limonada durante el almuerzo, le hablé de lo que encontré en El carnero y lo que esto suscitó en mí: incomodidad y necesidad. Incomodidad por la historia, por la forma en que se construye la memoria; y necesidad de repararla, o por lo menos de reconocer el camino correcto, “si es que hay camino correcto”, pensé. Luego de mi retahíla, ella me contó que de pequeño estaba obsesionado con un mural sobre la conquista y colonización que había cerca a Los Libertadores, en una pared de lo que entonces era un parqueadero y hoy es un restaurante, que siempre que pasábamos por ahí la obligaba a parar durante un largo rato mientras estaba absorto ante la representación pictórica. 
-Definitivamente todos los caminos llevan a Roma, me dijo. 
-Todos los caminos llevan a la memoria, repliqué. 

Terminando de arreglarme para dormir, intentaba recordar aquel mural. Mientras me cepillaba los dientes, venían a mi mente pedazos de él: los españoles en sus barcos, en sus caballos, los indígenas arrodillados, el oro, las cruces… luego las cruces sobre la tierra y la sangre brotando de ella. Al acostarme, pensé que si bien ese mural no estaba como tal en mi memoria, al menos sí lograba comunicarme algo, y de algún modo lo sentía como mío, como parte de mí. Todo lo contrario a la estatua de Tundama o a la de Bolívar. “¿Qué es la memoria entonces?”, pensé. 

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