Carta del 21 de octubre de hace muchos años

 Hasta hoy logré animarme a escribir toda la mescolanza en la que he estado bailando desde ayer. Yo sabía lo mal que iba a sentirme, yo sabía que el tiempo no es inextinguible como el dolor de tu ausencia. Yo sabía que me iban a terminar. Ya no siento que pueda escribir mi confesionario en las cartas, ya ni siquiera sé cómo debería sentirme con esta pérdida. A ti, lectore, te incomodo con lo que me ha hecho un ser triste durante los últimos días. Volvía a bailar tangos por el abismo con el humo del cigarrillo que se desenvolvía en nuevas enarmonías de mis pasados más desahuciados. Volví a preocupar a las luciérnagas que nos observaban charlar por las tardes cerca a tu casa y al lago de los patos que perfectamente podría ser un estanque para una película de asesinatos y tragedias. Mi yo consciente de lo que se viene sigue pasmado mientras deshoja los pétalos que solo viven en la memoria del tacto de mis manos. daniel está muy preocupado por saberse en el inicio de un gran dilema. de...

CRÓNICA DE UNA BÚSQUEDA ANUNCIADA: TUNDAMA Y LA CONQUISTA (Tercera parte)

5.


Este tiempo no excedería tampoco las dos semanas. Viajé un martes y volví un miércoles, quince días después. Ese martes, salí bastante temprano de mi casa para poder irme en la flota Libertadores de las cinco de la mañana, la que es de dos pisos y que ahora tiene una tablet para cada silla. Aproveché el insomnio para ver Blade Runner 2049, motivado por la curiosidad y la expectativa de saber si llegaba a un grado de emotividad tan grande como su predecesora, la película de 1982, especialmente como aquella escena en que Rutger Hauer, con la música de Vangelis de fondo, ponía a prueba a la humanidad misma, mientras sus lágrimas se perdían en la lluvia. “Casi, pero no”, pensé mientras ésta terminaba con una secuencia, con la misma música de Vangelis, en la que Ryan Gosling permaceía tendido sobre las escaleras cubiertas de nieve y con Harrison Ford sonriendo y con su mano derecha sobre el cristal que lo separaba de su hija.


Al bajarme en el portal norte, me acerqué a uno de los policías que estaban a la entrada de la estación para que me recomendase una ruta que me llevara al centro de la ciudad. Luego de entrar a la estación, y mientras bajaba por las escaleras, pensé que la película no corría de forma paralela a mí búsqueda, sino que por el contrario la atravesaba completamente. “Realmente todos los caminos llevan a la memoria”, pensé mientras era arrastrado por el caudal de gente que desesperada intentaba subirse al transmilenio, “y ésta a la identidad”, concluí. 

Intentando ignorar las rutinas de los vendedores que repetían lo mismo en cada vagón, las conversaciones telefónicas y las charlas de cada uno de los pasajeros que me rodeaban, la voz artificial que me recordaba en cada parada lo mucho que me faltaba para llegar, intentando ignorar en general cada uno de los elementos de ese sistema transporte, que se me ha hecho siempre muy kafkiano, pensaba en cómo la búsqueda que emprende el personaje de Gosling estaba emparentada con la mía: la duda que genera un artefacto material, con toda una carga valorativa detrás, sobre nuestra identidad, y la búsqueda de ella, que emprendemos a través de la reconstrucción, a partir de diversas fuentes –oficiales y marginales-, de una memoria que nos ha sido negada, enterrada bajo recuerdos artificiales que nos han implantado. 

Mientras caminaba por el centro de la ciudad, por la Plaza de Bolivar y junto a todos los edificios del Estado, pensaba principalmente en la parte de la película en que la hija del personaje de Ford, que se dedica a construir recuerdos, le decía a Gosling que a pesar de que muchos creyeran que para hacer un buen recuerdo lo más importante eran los detalles, esa no era la forma en que la memoria funcionaba. “Recordamos con nuestros sentimientos”, le dice, “cualquier cosa real debería ser un desastre”. A pesar de que conocía cada uno de los detalles dados por los cronistas alrededor del cacique Tundama, este no lograba integrase a mi memoria. Esa realidad ordenada y lógica, presentada a través del discurso objetivo, fotorrealístico e impersonal de la Historia, era todo menos algo real para mí.  

Ya estando en el Archivo, comencé revisando la subsección de caciques e indios dentro de la sección de Colonia y luego la de tributos, pensando principalmente en la causa de muerte de Tundama a manos de Maldonado y alguna posible mención al respecto. En esta segunda subsección no encontré nada. En cuanto a la primera, dos carpetas llamaron inicialmente mi atención: primero, la de “Indios de Boyacá, Furaquira, Boavita, Chiscas, Tibaná, otros” y segundo, la de “Indios de Tunja, Sinamaica, Samacá, Pauna, Villeta, otros”.

Durante la primera semana me dediqué a revisar la primera carpeta, y luego de leer casi todos los folios que la componían, no encontré nada sobre Tundama o Duitama. De hecho parecía que se la hubiese ignorado arbitrariamente, porque se hablaba de temas de tierra y prestación de servicios en sus alrededores, específicamente en Sogamoso y Paipa. 

Durante la segunda semana revisé la segunda carpeta, y encontré tan sólo un documento referente al territorio, pero no a lo que me interesaba: “Indios de Duitama: conducción a las minas de Bocaneme”. Un documento de tres folios, con sellos de 1671, que consistían en una petición de los capitanes del territorio sobre la conducción de indios a trabajar en las minas de Bocaneme. 

El penúltimo día, claramente insatisfecho por los resultados de mi búsqueda, entregué todo el material consultado y me dispuse a marcharme. Al contrario de Gosling, la nieve no caía sobre mi cabeza, tranquila por el éxito de su búsqueda. Más bien me parecía a Rutger Hauer en la primera entrega: impotente y lúcido, reconociendo fatalmente cómo sus recuerdos se perdían en el tiempo como lágrimas en la lluvia. 

Me dirigí a la entrada para recoger mi maleta en los casilleros, pero antes de salir del Archivo, una de las personas que trabajan allí, y que según me dijo me había visto bastante en las últimas semanas, me preguntó qué estaba buscando. Yo me presenté, le comenté sobre mi deseo de encontrar información sobre el cacique Tundama y también el poco éxito que había tenido en esto. Él se presentó y me dijo que a lo mejor si allí no había encontrado nada podría continuar buscando en la Biblioteca Nacional, porque que allí también hay mucha documentación que debería pertenecer al Archivo. 

Luego de este acercamiento, y ya afuera del Archivo, le continué hablando sobre mi búsqueda, sobre esta angustia e inquietud generadas por sentirme heredero de una tradición de olvido, sobre lo problemático que me resultaba el discurso histórico en sus requisitos de marginación, y su aún más problemático nivel de ficción con pretensiones de objetividad. Él le añadió otro problema: 
-Y peor aún la forma como genera modelos de pensamiento, me dijo. 
-¿Modelos de pensamiento?, le pregunté. 
-Sí, el discurso no sólo lleva una carga inherente de ficción, sino que además crea en nosotros hábitos de pensamiento, formas de pensar y evaluar lo histórico, lo humano, lo real, etc. 
-A lo mejor es por eso que mi búsqueda no va para ningún lado, le respondí. Aún no he podido barrer esa forma de la memoria, aún no he podido respirar limpiamente en medio de este aire viciado de la historia… hace falta una respiración artificial, susurré creyendo que mi nuevo amigo no lo notaría. 
-Creo que no entiendo muy bien a qué se refiere, me dijo, sin poder disimular su cara de espanto ante las palabras que me había dicho a mí mismo. 
-No es nada, le repliqué. Es solo que hasta ahora entiendo el título de un libro que leí hace unos años. 
-¿Qué libro?, me preguntó.
-Respiración artificial, de Ricardo Piglia. ¿Lo conoce?
-Nunca lo había escuchado, respondió. ¿Y cuál es sentido del título?, añadió después.
-Que la literatura es una respiración artificial, una forma diferente de entender la realidad, le dije. Y a lo mejor es la forma que necesito: una forma alimentada de diversos discursos, de diferentes modos de interpretación de los hechos, una forma que reconozca el caos de la experiencia, de lo real, y que la dote de algún sentido sin pretender ordenarla; en suma, una forma que capte el espíritu de una época y no sólo los hechos… hacia allí se dirige la verdadera memoria, concluí nuevamente para mí mismo.  

Luego de almorzar juntos y continuar la charla, él decidió mostrarme un poco de su trabajo. Me había comentado que trabajaba en una sección del Archivo dedicado a la revisión de correspondencia que por algún motivo no fue entregada. Volvimos al edificio, y nos dirigimos a su espacio de trabajo, en la sala Delia Palomino Urbano, y allí me enseñó algunas cartas. Me llamó la atención principalmente una carta de amor, escrita en 1815 desde Kingston, Jamaica, que nunca llegó a su destino. Estaba dirigida a “Panchita”, y su amante –cuya firma faltaba junto con un trozo de papel– le rezaba: “te amo, te adoro, te idolatro”. 

Revisamos algunas cartas más, y antes de que comenzara la terrible hora pico de la capital, le dije que me iría, pero que al día siguiente volvería para despedirme. El resto del día no pude pensar en nada más que en estas palabras, en lo que habría sido de Panchita sin estas oraciones de amor. Había dejado de lado incluso a Tundama, a Jiménez de Quesada, a Bolívar. Lo que sabía de ellos no me decía nada. Por el contrario esta mínima historia de amor se revelaba ante todo proyecto de nación, y llegaba a mí doscientos años después a señalarme que es así como se erige la memoria: en los márgenes, en los rincones de la individualidad que la Historia no permite. 

6.
En mi último día de investigación, volví nuevamente al Archivo, tal como había prometido, a despedirme de Camilo, “el hombre de la correspondencia no correspondida” como lo llamo desde entonces. Le agradecí su tiempo, su charla y el compartirme algo de su trabajo. Cuando le dije que ya en la tarde volvería a Duitama, él me comentó de una carta que le había llamado la atención hacía un tiempo, en que se adjuntaba un viejo manuscrito a modo de regalo. La carta, de 1819, carecía también de la firma de su remitente. Estaba dirigida al hermano del hombre que la escribía, y decía: “Hermano, adjunto este manuscrito para que tomes fuerza ante lo que se viene. Innumerables condiciones desfavorables se presentarán ante ti, así como también se le presentaron al Adelantado, pero debes saber desenvolverte en ellas, si quieres también dejar tu huella en este nuevo mundo republicano que se está forjando”.  

El manuscrito adjunto, al que Camilo me permitió tomarle una foto, era el siguiente: “Ha pasado mucho tiempo desde que partí de Santa Marta. La vitalidad que impulsaba mi empresa se ha ido desvaneciendo, pero no en mí, sino en mis acompañantes. Hombres de poca fe, ¿por qué dudan?, El Dorado está allí, sólo debemos seguir buscando. Sin embargo, temo que la gracia de Dios, que hasta ahora me ha envuelto, se derroche en mis múltiples desvíos, y que mis ojos no lleguen a ver lo que con tanta fuerza mi corazón ha anhelado. Hace unos días tuve la primera advertencia. Luego de tomar Hunza, y al emprender camino hacia el pagano templo del sol, un indio interceptó nuestro camino, dándonos obsequios y alegando que de esperar allí el señor de estas tierras nos entregaría, en persona, ocho cargas de oro. ¡No era más que una vil trampa!, fraguada por sus mentes salvajes y demoniacas, para darme muerte e impedir que cumpla con mi designio divino. Sin confiar del todo en las razones dadas, continuamos nuestro camino y dimos fin a ese templo de culto pagano; sin embargo, al regreso el dicho señor que había enviado al heraldo arremetió contra nosotros, sin éxito alguno. Le debo mi vida al Señor Dios, quien puso allí al diligente capitán Maldonado para socorrerme. He tomado este impase como una confirmación de mi designada grandeza, la cual, había olvidado, se encuentra en constante amenaza. De esta forma, me siento resuelto a estampar lo más pronto posible, a como dé lugar, sea o no con El Dorado, mi huella en este nuevo mundo”. 

Luego de leer este manuscrito, le pedí que saliéramos un momento a tomar algo –yo invitaría teniendo en cuenta su amabilidad y contribución a mi búsqueda-. Estando en la tienda frente al Archivo, le pregunté a Camilo si él sabía lo que yo estaba imaginando, y claramente me respondió que de no saberlo no me hubiese mostrado el manuscrito. “¿Hay forma de verificar si corresponde a la autoría de Jiménez de Quesada?”, le pregunté entonces. Él me respondió que habría que realizar un trabajo de estudio bastante amplio para poder determinarlo, y que por eso mismo me lo había enseñado, para saber si me interesaba un proyecto de dicha magnitud. Pero la lectura de este manuscrito había sido la última miga de pan dejada en el camino de la memoria. Esa lectura fue para mí el fin –y también el inicio- de la búsqueda. Fue el fin de una búsqueda de la consciencia, y el inicio de una búsqueda de la identidad y la memoria: la historia nacional como una obligación, como una necesidad. Comprendí que mi búsqueda no necesitaba abarcar y desvelar completamente un problema, sino entenderlo lo suficiente como para indagar otros. 

Me despedí de él, agradecí toda su atención y sus aportes, y esa misma tarde regresé a Duitama. No alcancé a llegar a las cinco al terminal del norte, como lo había planeado. La charla con Camilo y los nuevos asuntos que surgieron de ella, me retrasaron unas tres horas del itinerario que tenía pensado. De esta manera, no pude irme en el bus de dos pisos y ver alguna película de mi preferencia durante el viaje, por el contrario tuve que soportar por millonésima vez en mi vida una de las terribles películas de la saga de El paseo. Intentando ignorar esa comedia, durante las tres horas de viaje quise pensar que de algún modo algo había quedado de todo esto, algo más que sólo impresiones. Pensé que si bien aún faltaba un largo proceso para curar esta enfermedad de la identidad cultural, era un gran avance el poder darse cuenta de la artificialidad de la construcción de nuestro pasado, de nuestra memoria, de nosotros mismos: así mismo como yo escogí creer que el manuscrito era de Jiménez de Quesada, la Historia ha escogido creer en ese Adelantado gallardo, en ese Libertador pulcro y solemne, en una larga lista de apellidos repetidos (Lleras, Santos, etc.). Pensé que ya no era una hoja naufragando en el río de la historia sin saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado, y dormí entonces lo que quedaba de viaje.



Hoy, luego de un mes de búsqueda, veo que la Historia es la ficción de las victorias. Ahora hay que hacer la historia de las derrotas, como bien señaló Marcelo Maggi a su sobrino en Respiración artificial. Hay que pararse en aquella glorieta que comunica todas las vías de nuestra historia, recordar que es la paz el centro a que tiran las líneas de la circunferencia de este mundo, saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado, darnos cuenta que ya una vez se nos habló de paz tal como se nos habla ahora, evaluar el lugar que ocupamos en estos proyectos de paz y de memoria, y reconocer el lugar que ocuparemos. Ya lo dijo Albalucía Ángel en boca de Ana: Es ahora el momento de saberlo. De mirar para atrás. Terminar con este cosmos inflamado de imágenes sin lógica que es nuestro país, nuestra historia y, por ende, nosotros mismos. Y todavía se preguntan para qué sirve la literatura: es el único espacio donde el ejercicio de memoria no nos exige olvidarnos de nosotros mismos para ponernos en el lugar del otro, u olvidarnos del otro para pensar en nosotros mismos, es un espacio despreocupado de los hechos y los detalles, un espacio que privilegia el sentido del caos, los sentimientos humanos sobre el trato impersonal del objetivismo histórico… es el camino de la memoria. 

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