Carta del 21 de octubre de hace muchos años

 Hasta hoy logré animarme a escribir toda la mescolanza en la que he estado bailando desde ayer. Yo sabía lo mal que iba a sentirme, yo sabía que el tiempo no es inextinguible como el dolor de tu ausencia. Yo sabía que me iban a terminar. Ya no siento que pueda escribir mi confesionario en las cartas, ya ni siquiera sé cómo debería sentirme con esta pérdida. A ti, lectore, te incomodo con lo que me ha hecho un ser triste durante los últimos días. Volvía a bailar tangos por el abismo con el humo del cigarrillo que se desenvolvía en nuevas enarmonías de mis pasados más desahuciados. Volví a preocupar a las luciérnagas que nos observaban charlar por las tardes cerca a tu casa y al lago de los patos que perfectamente podría ser un estanque para una película de asesinatos y tragedias. Mi yo consciente de lo que se viene sigue pasmado mientras deshoja los pétalos que solo viven en la memoria del tacto de mis manos. daniel está muy preocupado por saberse en el inicio de un gran dilema. de...

As de luz

¡Azabache! -gritó Octavio-.

Gabrielina sacaba el trillo del apero para cosechar todo lo jecho del rancho, luego guardaría unas flores de amapola en el canasto, flores para Octavio y para la leche del sueño que calmaba su artrosis.

¡Negrooo!, se nos hizo tarde para prender el fogón -grita Gabrielina-.

Octavio y Azabache se acercan a la canasta con una vulgar astromelia amarilla y rayitos negros, la dejan y voltean a verle, a ella, miran a Gabrielina, Azabache gimotea y Octavio la ve con su ojo cegado por cataratas, con su otro párpado cerrado (efecto de los gajes del oficio) a guisa de catarata por las lágrimas.

El fuerte dolor articular levanta a Octavio de la cama y lo dirige a la cocina a sacar de un baúl forrado en hojas de plátano, las últimas hojas de la amapola, la astromelia marchita en un cajoncito diminuto y la sonrisa de la vejez que Gabrielina le obsequiaba con ternura cada vez que él le llevaba una astromelia vulgar, o marchita, o mascada por las orugas; todas ilegibles a los ojos de Octavio que ya no sabían qué le daba más ahínco en su dolor: si sólo era tal enfermedad del trabajo desde patojo; o recordar que Gabrielina ya no hacía chirriar las chapas, cada tanto que Azabache gimoteaba en la cruz de madera amarrada con fibritas de enea, cada tanto que gimoteaba con el collar de la ausencia y avivaba por yerro el sereno que entraba por el resquicio al abismo que la nostalgia hiende en el alma de Octavio, el alma que es asunto trascendental y se agita por los caminitos bordados de rojas amapolas y astromelias vulgares aferradas a las últimas trenzas que Gabrielina peinó y Octavio palpó.

Octavio despierta en el apoteosis matutino cuando la neblina es diáfano espejo de la luz; está de bruces en la cocina mientras Azabache lame sus lágrimas, otra vez llorando de bruces, otra vez el dolor articular lo hizo desmayar, otro haz de luz lo despierta.

El suplicio del recuerdo hace girar de nuevo el disco en el gramófono.

Octavio se despierta llorando en su cama por un fuerte dolor articular...

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