DELIRIO DE NEGACIÓN.
Camino y sé que me desmorono, soy consciente de esta extraña descompactación que sufro, pero no
puedo descifrarlo, tal vez es sencillamente indescriptible. Me observo por horas frente al espejo que
precede un ritual manido en las mañanas aún sin sol, buscando airadamente partes de un yo que
quizás recuerdo vagamente pero cuyos vestigios se dibujan en mi como cicatrices viejas. Echo de
menos esos miembros que he ido dejando sin saber en sitios ahora inalcanzables. He notado indudablemente esas ausencias en mi piel y he optado por hacer un inventario exhaustivo de mis lunares callados y no es que éstos se escondan entre los pliegues desérticos de mi piel cansada, sino que han desaparecido, eclipsados misteriosamente como lunas negras en el universo incierto del tiempo, de los acontecimientos, de los sucesos que cortan, que cercenaron silenciosamente alguna vez, fragmentos entonces invisibles para mi. Hasta que llega el día en que se ha perdido tanto que miro al espejo incrédulo y no reconozco a nadie.
Sé que me deshago en la mirada de los demás cuando me ven de cerca unos ojos familiares y me desconocen esos gestos amables que solían adornar un saludo, y sonrío en vano, como si pudiera ignorar todo eso que se ha perdido descuidadamente, sabiendo muy bien que sonríe de vuelta para tapar con lisonjería la pena de mis ojos lisiados. Como aquel que trata con un cojo o un manco y le atiende melifluamente, como tratando de dar un consuelo innecesario a un mal de todos modos irremediable. Y soy capaz de percibir el color desgastado de mis ojos en el brillo y la viveza de los ojos que me observan y contemplo de nuevo, brevemente, esas visiones y los viejos paisajes y me desfiguro otra vez entre sublime belleza y vagas melancolías. Hasta que mis ojos se tornan de un color indeciso, parecidos a un antiguo paño cuyas posturas son historia.
Veo que me desarmo sin remedio en los labios de esos amores inermes, que me devuelven siempre insatisfecho, con la amarga sensación que deja un cabo sin atar, un final inesperado, siempre inconcluso. Me quedo hecho jirones de carne débil y pálida pero todavía palpitante y ansiosa. Una carne ahogada en desesperanza, aunque aún muy expectante porque al cabo todo despropósito es esperanza en el fondo, es suspenso. Y chorreo mi sangre violeta a diestra y siniestra hasta que cesa la curiosidad, el interés y el llanto. Pero siempre queda algún trozo abandonado, pudriéndose clandestinamente en el lecho ceniciento de las viejas pasiones.
Me destroza cada instante. Soy un leproso que busca sus dedos desleídos en medio del polvo, por aquí, por allá, busco, busco, busco y al tiempo que busco me voy descompletando lenta y sutilmente. Cada momento es una pérdida más, contemplo la ventana y creo reconocer algo o alguien, no estoy seguro, pero siempre está cerrada. Lo sé, soy perfectamente consciente de mi enfermedad, de mi parcial ausencia, pero no lo descifro, ni lo entiendo, ni lo describo. Quizás es simplemente como una llave que ya no puede abrir su cerradura.
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