Carta del 21 de octubre de hace muchos años

 Hasta hoy logré animarme a escribir toda la mescolanza en la que he estado bailando desde ayer. Yo sabía lo mal que iba a sentirme, yo sabía que el tiempo no es inextinguible como el dolor de tu ausencia. Yo sabía que me iban a terminar. Ya no siento que pueda escribir mi confesionario en las cartas, ya ni siquiera sé cómo debería sentirme con esta pérdida. A ti, lectore, te incomodo con lo que me ha hecho un ser triste durante los últimos días. Volvía a bailar tangos por el abismo con el humo del cigarrillo que se desenvolvía en nuevas enarmonías de mis pasados más desahuciados. Volví a preocupar a las luciérnagas que nos observaban charlar por las tardes cerca a tu casa y al lago de los patos que perfectamente podría ser un estanque para una película de asesinatos y tragedias. Mi yo consciente de lo que se viene sigue pasmado mientras deshoja los pétalos que solo viven en la memoria del tacto de mis manos. daniel está muy preocupado por saberse en el inicio de un gran dilema. de...

Apología al fin (Inconclusa).

Apología al fin. (Inconclusa)

Los arboles modelaban de nuevo el verde de antes, aunque probablemente jamas dejaron de serlo, pero la realidad de repente florecía ante mi como yo, apenas si podía recordar. El calor del sol era estremecedor y parecía juntarse con el viento en mi piel y jugar a perseguirse, mientras mi alma un poco obstinada y a regañadientes reflejaba aquellos rayos de atardecer sobre un paisaje ya conocido de memoria, pero ahora descubierto de nuevo bajo el amparo y la luz de una estrella diferente.

Aún había sobre mi una nube gris, cargada, que lloraba sobre mi los viejos recuerdos, un par de gotas, un velo de tristeza o nostalgia que en realidad me protegían del sol, para no deslumbrarme, para que en el umbral del fin, no me consumiera el pasado, erguido ante mí en el heroísmo delirante de la última espera.

El sol dejó su juventud en el paroxismo del medio día, y ahora marca el final como un apacible momento, un instante de merecido basta, un instante que viene a reclamar el frío y la quietud de la
noche. El final, tanto o más hermoso que el comienzo.

La ciudad diurna se derrite y con los últimos rayos del sol se evaporan esos aromas extraviados que acompañan a las personas, un atavío recogido de viejos amores, de sonrisas que jamás riegan dos veces los mismos hechos, momentos que luchamos repetir, que ansiamos vivir de nuevo, pero que el sol ya dejó de iluminar. Entonces lo que sigue es un limbo, un instante perdido entre lo que fui y lo que quizás seré, un momento en cual el mundo se acomoda al paso del tiempo, un instante entre la luz del sol y la palidez de la luna.

El verdor de los arboles ya no es igual, pero su belleza es tácita, e igual ocurre con la ciudad. El sol que saldrá después reflejará una luz nueva sobre la atmósfera y el aire tendrá un hálito fresco, irrepetible, nuevos perfumes adornarán el tiempo y otras sonrisas florecerán recuerdos en la gente que se baña con la fluente de la vida y entonces el sol tendrá que ocultarse de nuevo y marcar el tempo eterno de una sinfonía cargada. El principio y el fin una y otra vez.

Yo solía creer que la eternidad era tal vez un instante congelado, un hecho mutado, impedido de alcanzar el fin, o probablemente era lo que quería creer, y pienso en ello porque es atrevido el hecho de querer apropiarme de un espacio que no pertenece a nadie, sino que más bien es de todos. Qué tan soberbio hay que ser para querer gobernar sobre la realidad.

- O qué tan enamorado- murmuro sin querer, mientras la mesera que me vigilaba de reojo, volvió a mirarme pensando que le pedía algo.
No muñeca, si pidiera algo a un ángel sería compasión, no más cerveza. Y todo se encuentra bajo la pesada influencia del tiempo, del vals del sol y la luna, turnándose el trabajo manido de la vigía eterna; pero cuestionar este principio es perfectamente comprensible dadas ciertas circunstancias.

- ¿Verdad que si, preciosa? - vuelvo a pensar en voz alta mientras miro a la mesera, desenvolviéndose a lo a lo largo del salón como un huracán, haciendo flotar la bandeja, embriagándome a cada paso. Entonces pienso que ese momento es eterno, que debería serlo, y la angustia de esperar que acabe, el temor que produce saber que aquel armónico movimiento es finito, la certeza de que anochecerá y la luz agónica del ocaso derrita el recuerdo, el aroma a piernas largas y cerveza, a falda corta y madera vieja; entonces esas reflexiones me alejan del placer distante implícito en la realidad, el placer de resignarse a dejar de amar, a dejar de disfrutar, resignarse a olvidar... La cuenta y chao, diosa muerta de una pequeña eternidad.

El transcurso del tiempo es la respuesta misma a las incógnitas planteadas en los instantes de felicidad y así mismo de los instantes de ausencia, por lo cual la contestación y la claridad de la verdad nos cuesta literalmente la vida. No somos capaces de distinguir porque solo podemos dilucidar una verdad, no tenemos más remedio que creer ciegamente en ella y esperar el fin que evapora nuestra sombra al terminar un día y entonces la experiencia es otro intento malbaratado que jamás puede ser verídico, ni mucho menos desmentido, porque los seres humanos somos el experimento inconcluso de algo que tampoco conocemos.

Saliendo del bar de siempre, tomaba camino para el lugar de siempre, a la hora del olvido, cuando el humor de los recuerdos abunda en el aire, cuando se que suben, buscando en el cielo nuevo el reposo del pasado. Me sentaba en el andén de siempre donde esperaba, en mi patíbulo apartado, en el callejón sobre la calle 15, a formar parte de la eternidad que todos niegan, marcar el ciclo, ser el fantasma cadencioso que espera el final para hacerse una idea de como fue el principio.

Y pasaban tal vez un par de horas antes de que sonara una puerta, entonces el sonido metálico me devolvía del empantanado vaho en el cual me sumía esperando. Me perdía recordando los instantes que enmarcaban la realidad, atravesados en el transcurso de mi sueño, esos instantes de lucidez que interrumpían mi mal llamada "eternidad". El corazón daba un vuelco, jamás se acostumbró a la presencia, o siquiera cualquier insinuación de esta diosa silenciosa, despistada, que parecía necesitarme, cuando en realidad era yo quien necesitaba de ella, por eso estaba esperando, por que la verdad es esta y no otra, por eso seguiría esperando mañana, y jamás caería la luz agónica del ocaso sobre aquella eternidad, empecinado en no perderte entre los atardeceres del mundo real, donde el tiempo no se detiene, donde me es cada vez más difícil suspender tus memorias, mantenerte viva cuando elegiste morir, abandonarte voluntariamente ¿Cómo mantenerte viva en un instante donde solo yo permanezco?

Salían apresuradas, seguramente habían mirado por la ventana antes de salir, pero yo no me movía, esperaba allí mismo y veía el carro salir en reversa y dentro la piloto taimada, concentrada en consumar la operación lo más rápido posible, tratando de evitar someter a la delicada diosa a esa mirada mohína. Por qué temían tanto, que encontraban en mi silueta, en la quietud de mi sombra, en la tristeza del mugre y la indigencia que despertaba en ellas culpa. Yo la miraba a ella a través del parabrisas, de los parpados, del aire orgulloso que no podía ocultarla de mi y entonces sabía que la miraba directo al alma y frente a la presión de mi insistencia y la inutilidad de la indiferencia, finalmente volvía a mirarme.

Entonces nuestros rostros dibujaban la misma expresión, nos mirábamos como si reviviera un instante desde la oscuridad del pasado, y como todo lo que ha tratado de quedar atrás, al ser expuestos nuestros ojos a la luz del presente en la mirada del otro, solo hallábamos nostalgias, una expresión que el sol de aquel día ya no podía iluminar, y era tan ausente su existencia y tan forzada su presencia en aquel lugar diferente al olvido que solo inspiraba un enorme daño y molestia en el espíritu. Después agachaba la cabeza y el automóvil de carrocería roja me hacía fieros a lo lejos con las luces traseras. Después depositaba la carta del día en el buzón y me alejaba entre miradas recelosas, prevenidas, miradas que despreciaban mi corteza podrida, fuera de su tumba.

Yo deambulaba un rato, hasta que los pensamientos se tornaban más fríos, flotando en el sereno nocturno y al final se volvían simplemente intolerables, entonces elegía un bar, algo modesto, un sitio donde los asistentes lo han perdido todo menos el vértigo, y deciden seguir cayendo, ya sin tener idea de la profundidad, lugares donde el suelo y las estructuras siempre se están tambaleando en la cabeza de los clientes y donde no existe fondo, nada, ningún lugar donde caer, solo el vacío de la caída garantizado. Cuando la noche cubre ya toda la membrana celeste y nadie duda de la palidez que inunda las calles, asisto a la solemne ceremonia que todo el mundo evita con el pretexto de dormir.

La gente duerme en sus casas y se quedan sin recuerdos, el día esta delirante, en su edad oscura, muriendo en el alma de todos, en la mente inconsciente de las personas, pero nadie lo nota, porque los velorios y las despedidas son tristes, y la gente siempre quiere estar feliz a pesar de saber que es simplemente imposible. Pero yo en cambio, me hago presente justo cuando su agonía es más grande, cuando el viento es más frío, cuando la oscuridad es más espesa, cuando el miedo y la melancolía se condensan en la atmósfera, cuando el fin hace su actuación, vestido de muerte y olvido, y anuncia, con una quietud y silencio elocuentes su hermoso guión de medianoche y entonces ...

Comentarios

Publicar un comentario

Lo más leído.

Unicorns

Tarde desértica

NÁUFRAGOS

Soneto I

TODOS LOS CAMINOS LLEVAN A LA MEMORIA: DOS POEMAS