El encanto que en ese momento me daba vida: la fugacidad y la distancia del encuentro.
Andrés Caicedo Estela, ¡Qué viva la música!
Eran cuatro años sin verte. Cuatro largos años que fácilmente pudieron ser una insoportable eternidad sin ver de nuevo ese rostro de pergamino, que en algún momento fue el lugar en donde, dichosa y puerilmente, plasmé unos cuantos versos vergonzosamente rítmicos e inocentes. Fácilmente pudo ser un simple recuerdo tuyo el que me atormentara día y noche por la cobardía que siempre fue tan característica en mi ser, la misma que supo alejarte y hastiarte de mí. Pero no estaba dispuesto a permitir que fuera un simple recuerdo el que se robara mis pensamientos, esta vez tenías que ser tú en cuerpo y alma la que me destrozara por completo, la que acabara mi cuerpo a mordiscos y se relamiera al probar el jugo de mi espíritu. Te permití dominar el espacio-tiempo y ser la dueña de la ocasión. Llegué mucho antes que tú, yo sabía bien que no cumplirías el primer pacto acordado hacía unas pocas horas. Yo estaba recostado contra una pared observando el tránsito humano sin sentido, observando esos tristes pies, de múltiples dimensiones, obligados a cargar con ideales tan vagos como el amor que se profesan las personas hoy en día. Estaba recostado contra una pared porque, si habías de llegar, no podía permitir que la puñalada fuera por la espalda, tenías que mirarme justo a los ojos cuando llegaras y enterraras tus palabras en mi alma, tenía que verte a los ojos cuando inclinara mi cabeza para recibir esa pequeña muerte a la que llamas beso, tenía que verte a los ojos cuando hermosamente pidieras excusas por tu tardanza, ¡tenía que verte a los ojos! Estaba recostado contra una pared deseando que no llegaras, deseando que rompieras el pacto acordado la noche anterior, que me llamaras más tarde en la noche y te disculparas por no haber llegado y yo te hubiera dicho tranquila no importa no hay problema, hubiera colgado y me hubiese convencido de que había hecho todo lo posible, todo lo que estaba a mi alcance, así de algún modo no existiría tormento dentro de mí, así podría vivir otro par de años tranquilo creyendo que había luchado por fortalecer ese hilo invisible que nos une pero que habías sido tú la culpable de cortarlo y arrojarlo marchito por un acantilado.
Fueron 24 agónicos minutos donde salió a flote toda mi cobardía, 24 minutos donde se cruzaron el odio por el mundo, la ilusión, la desesperación, el anhelo, la ficción y la terrible realidad en mi ser. Durante el último minuto yo estaba imaginando cómo tú llegabas, sonreías al verme, extendías tus labios en forma de libro abierto y copiabas un verso en mi mejilla, tu mirada me aplastaba y tus dientes arrancaban el primer trozo de mi carne, tomabas mi mano y de nuevo sonreías, mientras tanto yo golpeaba a la multitud idiota que se acercaba a nosotros para hacernos parte de ellos, abría un camino hacia la eternidad por el que fácilmente podríamos andar juntos hasta morir; mientras tú doblabas la esquina yo estaba tallando en mármol las mariposas de madera que estaba listo para regalarte, yo estaba haciendo un film cuyo protagonista eran tus ojos, tú eras Anna Karina y yo Godard exaltando el secreto que esconde tu mirada. Posaste tu mano sobre mi hombro y fue como si la cinta ardiera en llamas, fue la realidad que de golpe llegaba sobre mí y me atravesaba el corazón con una estaca, fue la eternidad atrapada en un segundo, fue tu mano que llegó para despertarme y mostrarme la maldad que hay en los hechos, fue tu mano de porcelana la que quebraba mi mundo de cristal. Y sucedió lo que no había previsto, la puñalada me la diste en un costado. No pude verte a los ojos, sólo alcancé a girar y ver un fragmento de tu rostro oculto tras tu cabello, como un pequeño fragmento de montaña oculta tras una fría cascada.
Vagamos sin rumbo por unos minutos hasta que con una pequeña danza te llevé a un café, tomamos asiento y la hermosa mesera, que fácilmente pudo haberse ganado mi corazón de no ser porque tú ya lo tenías en tu bolsillo junto con unos trident de menta y otras de las cosas que sueles masticar y arrojar, luego, sin problemas a la calle, nos tomó la orden: dos cafés que habrían de durarnos una hora. Te hablé de mi vida, de mis fracasos, de mis amigos, de las veces en que el licor me había dado la suficiente valentía como para patear un automóvil, besar a una desconocida, arruinar fiestas, sabotear cines y entre muchas otras cosas, escribirte. Te confesé, incluso, el por qué te había escrito un poema y me había tomado la molestia de enviártelo, te hablé de las Cartas a Julieta de Gonzalo Arango que había estado leyendo hace, aproximadamente, un año y que me habían llenado la cabeza de ti, hasta el punto en que no salías de ahí; te conté cómo levantaste un campamento e hiciste una fogata en mi alma, no te importó que fuera un lugar peligrosamente frío, aún así te recostaste tranquila a leer y ver películas, y, sin darte cuenta, habitaste ahí sin permiso y sin pagar arriendo, y yo te lo permití porque me encanta esa delincuencia con la cual te robaste mi vida durante tanto tiempo.
Mientras yo hablaba sin obstáculos, tú parecías con miedo, miedo a que me robara tus palabras y las anduviese regalando por ahí, así que permanecías lo más callada posible, convenciéndome de que todo estaba bien con tu sonrisa. Llegó el silencio pero inmediatamente, como por obra de una deidad, comenzó a sonar una sonrisa al atardecer, esa melodía se volvió dueña de tu atención, susurraste elogios a aquella canción y tu mirada permaneció baja mientras tus labios se unían a la letra y sin darte cuenta te volviste la canción. Levantaste tu rostro lentamente con los párpados cubriendo tus ojos, y cuando los abriste el reflejo del sol llegando al ocaso formó un atardecer en el iris de tus ojos, esos ojos de miel se tornaron soles cuando el ocaso se perdió en el misterio de tu mirada, y ese paisaje instantáneo, del que yo era único espectador y testigo, pasó a un segundo plano cuando tus labios dieron paso a una brillante sonrisa que me iluminó el alma, como cuando la fresca luz del día atraviesa una ventana e ilumina un cuarto oscuro. Me llené de amor al ver tu sonrisa en el atardecer de tus ojos y el momento se hizo eterno, escapando del crepúsculo.
Me dijiste que debías ir al baño, así que tuvimos que ir a otro lugar. Andando por la calle me topé con tres colegas, uno de ellos me dio un fuerte abrazo, el otro un apretón de manos y el último un simple qué más, fue como el ciclo de las aparentes amistades representado en un pequeño instante: primero te declaran su amistad y te dan un fuerte abrazo, al cabo de un tiempo la amistad se convierte en un simple compromiso o deber y te entregan solamente sus manos por unos segundos, y al final luchan consigo mismos para decidir si saludarte o no y balbucean un penoso qué más. Llegamos a otro café y nos atendió el mismo pelele de siempre, pedimos lo mismo que en el otro sitio. Esta vez ese par de cafés nos duraron, aproximadamente, dos horas.
Nos sorprendimos de la vida prosaica que lleva la mayoría de las personas y de la felicidad tan grande que muestran. Coincidimos en la tristeza y al ver tu semblante noté que tenías la misma suerte de melancolía que yo. Cuando ya culminaba el encuentro tenías que hacer lo debido: acabar conmigo. Durante todas esas horas yo había estado navegando en ti y cuando ya estaba a punto de llegar al puerto encendiste el faro del fin del mundo y cegaste mi vista por completo, hundiste mi humilde velero. Me mostraste que eras una mujer libre, que no naciste para estar atada a un hombre y mucho menos para ser su complemento. Tú no eres complemento de nadie y nunca pretendí que fueras el mío, yo sé bien que tú eres la quinta esencia de la humanidad, sé que naciste para volar y bailar como un espíritu libre eternamente, y sé muy bien que a tu espectáculo de caja musical acudirán pocos hombres y que ninguno de ellos estará ahí por mucho tiempo, y tu mirada dice que yo duraré muy poco allí. Cuando me viste devastado no lo soportaste, te acercaste para darme un beso en la frente y yo te pedí que no lo hicieras, te dije que si lo hacías te ibas a encontrar con un cutis rocoso, que mejor me dieras un beso en la boca y con tu lengua intentaras llegar hasta mi alma, evadiendo este cuerpo inútil, esta celda. Sin embargo me besaste en la frente y dijiste que estaba bien, que era como besar un cielo lleno de estrellas. Yo te di un beso en la mejilla y tu piel se llevó todo mi amor. En ese bus número 214 se iba mi último anhelo, esa máquina que devora gente se había tragado mis esperanzas, las cuales se fueron nadando por tu piel para llegar hasta tu sexo y luego naufragar en tu alma. Me di cuenta que hasta lo metafísico puede subirse a un bus, pagar 1.400 pesos y huir de la vida de alguien, pues la poesía que se esconde en el ocaso se fue en tus ojos y no he vuelto a ser testigo de un atardecer tan sublime como el de aquel día. Mientras compraba un paquete de cigarrillos experimenté un fiero dolor debido a tu ausencia, entonces encendí ese puente de nicotina y me dispuse a dar un paso más hacia la muerte, mientras tú te alejabas de mi vista paradójicamente te acercabas a mi alma y comprendí que en la distancia se encuentra el cariño más puro. Acabé el cigarrillo, encendí otro y me senté en un andén. Saqué un arco y un puñado de flechas y las disparé al aire con los ojos cerrados esperando que atravesaran a alguien. Así tiene que ser el amor, un disparo ciego e intruso que llegue a la vida de uno como un golpe desafortunado. Me embriagué con licor ajeno y me recosté en una nube, o en una silla, o tal vez era mi cama, o tal vez fue en un papel, no lo recuerdo, pudo ser incluso en tu bolsillo porque recuerdo que todo daba vueltas, o tal vez no, creo que fue en tu alma porque el lugar estaba lleno de luces. Sí, ya lo recuerdo, fue ahí, en el eterno resplandor de tu mente sin recuerdos.
Comentarios
Publicar un comentario